Acostumbrados a permanecer por horas observando la belleza de los cuadros, habían desarrollado un amor y compañerismo, como ningún padre e hijo lo hubiesen podido hacer jamás.
Un día estallo la guerra, el hijo se fue a las trincheras y en ellas dio su vida, tratando de salvar a uno de sus amigos. El padre pensaba que no soportaría tal perdida, al encontrarse solo en aquella mansión llena de pinturas tan hermosas, que para nada le interesaban ya.
Una tarde, toco la puerta un joven militar, muy bien peinado e impecablemente vestido con uniforme de gala. El coleccionista lo atiende y al preguntarle quien era, este responde así:
– Señor, soy el soldado al que su hijo le salvo la vida. De no ser por él, jamás hubiese regresado a casa. Tampoco otros amigos a los que su valiente hijo logró salvar en aquella batalla. Así que, aquí le traigo un presente para recordarlo toda la vida.
El padre recibe en sus manos, la imagen de su hijo dibujada en lápiz carboncillo.
– Gracias por darme tan bello obsequio, déjeme pagarle por él, por favor.
– De ninguna manera señor, su hijo nos dio algo que jamás le podremos retribuir.
Luego se despidió del hombre, quien colocó el cuadro en el lugar principal de su colección de obras. Pasado unos meses, el coleccionista murió.
Entonces, llegaron coleccionistas de distintas partes del país a comprar las pinturas que iban a ser subastadas, como estipulaba el testamento de aquel padre triste y abatido.
El subastador empieza con la primera de las pinturas: La del hijo.
– ¿Quién se llevará la pintura del hijo?
– No hemos venido por esa pintura – Exclamaron un poco molestos- hemos venido por los Van Go, por los Picasso. Empiece con ellas.
Pero el subastador como si no hubiese oído nada continúo preguntando:
– ¿Quién da 100 dólares?
La gente se incomodaba y gritaba:
– Nadie quiere ese cuadro, ¡queremos los valiosos!
– ¿Quién comprará el cuadro del hijo? ¿Quién dijo 50 dólares?
El subastador se mantuvo preguntando, hasta que una voz respondió:
– Doy 10 dólares-
Era el jardinero de la casa, que quería llevarse un recuerdo de sus patrones tan queridos.
– Bueno, ¿Quién da 20 dólares? A la una, a las dos y a las tres… ¡Vendido por 10 dólares!
Una voz satisfecha en la primera fila gritó:
– ¡Al fin! ahora si empecemos con la subasta.
Entonces el subastador les dice:
– Perdón, ya no hay nada más que subastar. Solo el cuadro del hijo era el autorizado para ello. El testamento contenía la voluntad del coleccionista y era explicita: “aquel que compre el cuadro de mi hijo, se llevará todos los demás, sin subastar”
Y golpeando por última vez su mazo de madera, exclamó:
– ¡Vendido al jardinero, por 10 dólares!
El amor, vale más que cualquier otro tesoro en el mundo. Amar, es la verdadera obra de arte.
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