Las mentes pobres planifican para el fin de semana, las mentes ricas planifican para las próximas generaciones

Dos inmensas montañas se mostraban por encima del pueblo, cual enormes centinelas infranqueables.

Pedro, era un anciano de 91 años que vivía en aquel lugar, al que todos conocían como un viejo tonto y terco, necio por perseguir quimeras, que nadie más que él podía ver. Se quedaba observando aquellas montañas a las que encontraba como un obstáculo bastante incomodo, pues cada vez que tenía que salir y entrar al pueblo, había que rodearlas y, esto triplicaba la extensión del viaje a la ciudad principal y a cualquier otro destino, para donde se llevara las mercaderías de los productores de su pequeña comunidad.

Un día muy temprano, se reunió con su extensa familia para discutir el asunto.  Ahí, sentado encima del tronco de un árbol, empezó por compartir sus ideas frente a sus hijos, nietos y bisnietos.

– ¿Y si todos juntos desmontásemos las montañas? – sugirió –. Entonces podríamos abrir un camino hacia el sur, hasta la orilla del río para traer agua con más facilidad y en solo una hora de camino. Llevaríamos en solo medio día nuestras pieles y granos para vender en la ciudad.

Todos estuvieron de acuerdo. Solo su mujer dudaba un poco. Entonces opinó:

– No tienen la fuerza necesaria, ni siquiera para desmontar un cerrejón – objetó –. ¿Cómo podrán remover esas dos montañas? Además, ¿Dónde van a vaciar toda la tierra y los peñascos?

– Los vaciaremos en el mar – fue la respuesta.

Entonces Pedro, partió con sus 5 hijos, 14 nietos y dos bisnietos a empezar con tremendo desafío, un “imposible” desde todo punto de vista. Por las tardes, al empezar la noche, se sentaba en aquel tronco para dar a conocer los avances de su esfuerzo. Por la mañana nuevamente, con mucho trabajo, llevaban en pequeños baldes llenos de piedras picadas que subían en carretas, minúsculas partes de las montañas a las que querían mover de su lugar.

Una mujer vecina de Pedro, que quedó viuda hace 2 años, ve el esfuerzo tremendo de aquella familia y acepta las peticiones de su hijito de 8 años, para ir a ayudarles por las mañanas.

La faena llevaba meses y ellos no se rendían, aunque el enorme desempeño no se veía en las montañas que permanecían soberbias ante sus ojos.

Otro anciano que vivía cerca de ahí, un hombre al que llamaban el “lógico”, se reía de sus esfuerzos. Cuando los vio caminar cerca de ellos, trató de disuadirlos:

– ¡Basta de esta tontería! – exclamaba –. ¡Qué estúpido es todo esto! Tan viejo y débil como es usted no será capaz de arrancar ni un puñado de hierbas en esas montañas. ¿Cómo va a remover tierras y piedras en tal cantidad?

Pedro el viejo nonagenario, exhaló un largo suspiro.

– ¡Qué torpe es usted señor! – le dijo –. No tiene ni siquiera la intuición del hijito de la viuda. Aunque yo muriera, quedarán mis hijos y los hijos de mis hijos, mis bisnietos y tataranietos; y así sucesivamente, de generación en generación, alguno de ellos se sentará en el tronco a continuar mostrando los avances de nuestra obra. Y como estas montañas no crecerán nunca, más allá de lo que las encontramos, ¿por qué no vamos a ser capaces de terminar por removerlas?

Cuando empieces un proyecto, no mires solo lo que tú seas capaz de hacer, piensa en lo que sucederá cuando tú ya no estés. La obra nunca se detendrá. Eso es un legado.

 

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